Grupo Parlamentario MORENA, LXVI Legislatura

Versión estenográfica de la exposición del doctor Juan Luis González Alcántara Carrancá, durante su comparecencia ante la Comisión de Justicia del Senado de la República, para ocupar el cargo de Ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación

Señores senadores. Señoras senadoras.

 Es para mí un auténtico privilegio el poder dirigirme hacia ustedes, dentro de este proceso tan trascendental como lo es el que hoy nos ocupa.

 El sólo hecho de formar parte de esta terna, junto con dos juristas de extraordinaria calidad y talento; es ya de por sí un honor inigualable. Pero para alguien que, como su servidor, ha llevado la mejor parte de su vida la toga judicial, no sería exagerado confesarlo como el momento más importante de mi carrera.

 Tuve la gran fortuna de comenzar mi educación profesional en la Universidad Nacional Autónoma de México, en donde inspirado por extraordinarios profesores, concluí mis estudios de Licenciatura, Maestría y Postgrado; y también tuve la oportunidad de ampliar aún más mis estudios universitarios en las Universidades de Tufts y Harvard, en Estados Unidos; Barcelona, España; y Uppsala, en Suecia.

 Debo reconocer que estas experiencias de aprendizaje, en lugares y culturas tan distintas como la nuestra, llegaron con el tiempo a definir mi forma de abordar la profesión.

 Son pocas cosas, en mi opinión, tan valiosas como la oportunidad de entrar en contacto con puntos de vista distintos del nuestro; pues nos obliga a cuestionar y poner en tela de juicio muchas de las ideas y presunciones que hasta el momento habíamos dado por sentadas. Se trata de un auténtico ejercicio de humildad donde descubrimos cuán poco es lo que realmente sabemos y cuánto es lo que nos queda por aprender.

 De vuelta a nuestro país, circunstancias afortunadas me permitieron desempeñarme simultáneamente tanto en la Academia como en el sector público. Recuerdo con especial afecto, el que llevé a cabo como defensor adjunto de los Derechos Universitarios en nuestra máxima Casa de Estudios; pues más que cualquier otro, me permitió compaginar mi vocación académica con la del servicio público; especialmente en relación con la defensa de quienes, a todas luces, son el futuro de nuestra profesión y de nuestro país.

 Posteriormente, me incorporé a la función judicial en el Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal; del cual tuve el altísimo honor de desempeñarme como su Presidente.

 Ha sido en esta institución en donde he desarrollado lo que considero la mejor parte de mi carrera profesional, y en donde he vivido los retos y experiencias más valiosas e importantes.

 La función jurisdiccional ocupa un papel fundamental en nuestra división de poderes. Por un lado, es la más técnicamente especializada de las tres, pues exige de sus integrantes un perfil académico y profesional muy específico.

 Quizá por esto mismo, a diferencia de los integrantes de los otros poderes, los jueces no son elegidos por votación popular, sino seleccionados en razón de un escrutinio que dé cuenta plena de su perfil humano, de su formación académica, de su formación profesional y de su conducta y también de su pensamiento e inclinación política.

 El escrutinio exigido para la más alta magistratura es, por lo mismo, un procedimiento institucionalizado de evaluación de conocimientos y de trayectoria; a cargo de los representantes electos por el pueblo.

 Por otra parte, son precisamente los jueces, especialmente en primera instancia, quienes por la naturaleza de su función tienen un trato más directo e inmediato con los habitantes, y quienes conocen a detalle los problemas específicos que los aquejan, y establecen soluciones concretas para ellos.

 Es cierto, los jueces no hacen ni deben hacer campaña por ganar el voto, pero eso de ninguna forma implica que sean menos responsables ante el pueblo.

 Al contrario, será justamente en la medida en que sus resoluciones sean capaces de atender puntualmente y eficientemente las expectativas legítimas de los gobernados en que alcanzan su debida legitimidad

 Esos ideales solamente pueden entenderse dentro de un contexto de verdadera independencia judicial.

 De nuevo, quienes integran una judicatura independiente deben responder a una serie distinta de exigencias a largo plazo, pues las decisiones que adoptan al interpretar, al aplicar el derecho, habrán de tener consecuencias no sólo para el presente sino para todas las generaciones futuras.

 Los desafíos que enfrentamos, quienes tenemos el honor de integrar esta terna, son en muchos sentidos inusitados. La o el nuevo integrante de nuestro Máximo Tribunal, habrá de hacer frente a un nuevo reto distinto, aunque no menos complejo, que los que hasta la fecha han sorteado sus miembros actuales.

 Se trata de consolidar para la posteridad de manera definitiva, los enormes cambios experimentados en nuestra estructura constitucional, especialmente en la defensa de los derechos humanos, y hacer efectivos el acceso a la justicia a la mayoría de las mexicanas y de los mexicanos.

 Estos son cambios que todos hemos vivido en forma distinta, en virtud de las funciones que hemos venido realizando, pero que indudablemente han cambiado radicalmente la forma en que concebimos nuestra función.

 Hemos visto la consolidación de nuestras instituciones democráticas, lo que ha permitido en nuestro orden constitucional el establecimiento de mecanismos eficaces y trasparentes de rendición de cuentas.

 Hemos visto el surgimiento de una ciudadanía comprometida, consciente de sus derechos y del papel fundamental que tienen para la toma de decisiones de nuestro país.

 Hemos visto, pues, el tránsito de nuestra nación en un tiempo sumamente breve hacia un Estado constitucional de derecho.

 Desde luego, la Judicatura Nacional, y especialmente la Suprema Corte, han jugado un papel importantísimo en estos cambios.

 Cando hace apenas una década se volvió evidente replantear la forma en que entendíamos la justicia constitucional para incorporar los derechos humanos como su eje central, no fueron pocas las voces que expresaron dudas al respecto.

 Estas dudas no eran del todo infundadas. La labor que se avecinaba era verdaderamente monumental, pues implicaba que todos los juzgadores, desde la Suprema Corte hasta las judicaturas locales, replantearan la manera de su función en forma diferente.

 En un periodo de tiempo sumamente breve, dejamos de lado modelos que nos habían acompañado durante décadas, para adoptar uno que, aunque no del todo ajeno, sí era radicalmente distinto.

 Así pues, el éxito en este paradigma judicial no ha sido producto de la casualidad; ha sido el resultado de la labor ardua y perseverante de todos nuestros juzgadores, quienes asumieron el compromiso sin dudarlo y con un gran aplomo.

 Mujeres y hombres, que han acometido con convicción los obstáculos que representa el cambio, y los han superado con seriedad y crecido sentido de justicia.

 Pero todo eso sólo fue posible en buena medida a raíz del liderazgo que desplegó nuestra Suprema Corte.

 Desde el momento en que apenas hace ocho años nuestro Máximo Tribunal asumió ese compromiso, lo ha cumplido sin bacilar, coordinando con paciencia, con firmeza y con convicción los esfuerzos del resto de la nación.

 Aún falta mucho por hacer y por resolver. Como decía Justo Sierra, todavía tiene hambre y sed de justicia nuestro país.

 La República, a su vez, exige del Poder Judicial de la Federación una permanente vigilancia para remediar los abusos del poder arbitrario y consolidar el equilibrio de poderes. En efecto, nada al margen de la ley y nada ni nadie por encima de la Constitución.

 Este, pues, es el reto que habrá de enfrentar quien se convierta en el nuevo integrante de nuestro Tribunal Supremo. Su labor será el fortalecer y el expandir los logros del Tribunal Constitucional, para hacer frente a nuevos obstáculos y lidiar con situaciones, hasta el momento, insospechadas.

 Debe acompañar al juez siempre la conciencia y la convicción. La tarea que se exige de las mujeres y de los hombres que visten la toga, exige devoción de ideales y al texto de la Constitución. Fidelidad a la letra de la ley, al tiempo que un alto nivel de prudencia y de creatividad.

 Esto me conduce, necesariamente, a la siguiente gran cuestión que pretendo abordar el día de hoy con ustedes.

 ¿Qué es lo que define a un buen juez? Y más concretamente, ¿qué es lo que define a un buen juez constitucional?

 Estas son preguntas que han acompañado durante siglos a la profesión jurídica, sin que jamás se haya dado una respuesta definitiva o una respuesta absoluta.

 No obstante, es necesario que quienes asumimos esa función tengamos, cuando menos, una idea de cómo responderla.

 Con respecto a la primera, me permito remitirles a las palabras de un antiguo jurista, quien señaló que, más allá de los dominios técnicos del Derecho, la calidad de un juez debe medirse necesariamente en una escala humana.

 Aunque un conocimiento profundo, erudito, de la ciencia jurídica es, por supuesto, requisito indispensable para quien pretenda desempeñar leal y competentemente la función judicial, que estoy convencido, de que es en la calidad humana en donde se decanta la distinción entre un buen juzgador y uno realmente grande.

 Para esto, al ponderar la posible solución ante un caso concreto, el juez debe hacer dos preguntas esenciales. La primera es, ¿cómo afectará esta resolución a las partes involucradas?

 El juez jamás debe olvidar que su labor implica atender a personas reales, a personas de carne y hueso, con expectativas y proyectos de vida propios, los cuales, indubitablemente, se verán afectados para bien o para mal.

 La segunda pregunta, ¿cómo afectará este criterio al resto de la sociedad, al prestigio de la justicia, a la paz pública, a la salud y prosperidad de la República?

 Es igualmente importante, aunque más difícil de responder, el juez debe recordar que cuando se resuelve un asunto, está sentando un criterio que podría convertirse en una regla general y cuyos efectos alcanzarán a cientos de personas en el futuro.

 Como señalé con anterioridad, no tengo una respuesta unívoca para lo que define a un buen juez, pero estoy convencido de que la respuesta se encuentra en el acercamiento prudente de estas dos interrogantes.

La segunda cuestión sobre lo que define a un buen juez constitucional es, quizás, más abstracta, pero no por ello más sencilla de resolver.

Para ello considera que lo esencial está en determinar cuál es la concepción que tenemos sobre lo que representa propiamente nuestro orden constitucional.

Esta visión, aunque puede ser válida en un contexto académico, pasa por alto el verdadero contenido y esencia de nuestra norma fundamental.

En su momento, el ministro José Ramón Cosío señaló, con gran acierto, que debemos admitir que las normas que componen a este texto no son neutras; sino que constituyen decisiones específicas sobre el modo en que los mexicanos queremos conducir nuestros destinos.

Nuestro orden constitucional implica una serie de principios, implica una serie de valores y aspiraciones del pueblo mexicano, las cuales han recorrido un largo camino desde su inserción, hace más de un siglo, hasta la fecha, en donde se ha incorporado todo un catálogo de nuevos derechos humanos de origen internacional.

Así, el juzgador constitucional no puede operar en el vacío, sino que está obligado a adoptar como referencia última y obligatoria, el espíritu inherente a los ideales y aspiraciones plasmadas en el cuerpo constitucional.

Es por esto que puedo afirmar con convicción, que un verdadero juez constitucional no puede esconderse detrás de un tecnicismo para negar justicia, como tampoco puede, valiéndose de recursos retóricos, imponer su visión política particular a un caso determinado.

Nuestra justicia constitucional tiene, por supuesto, una importante dimensión política, pero su fundamento solamente puede encontrarse en la propia voluntad del pueblo, en quien reside la soberanía y cuya voluntad y aspiración se encuentra plasmada en los derechos fundamentales.

En este entendido, corresponde a la Suprema Corte convertirse en guardián último de nuestro orden constitucional y por lo tanto de nuestra democracia.

Señoras senadoras y señores senadores:

Nuestra vida nacional atraviesa, desde hace varios años, por un momento único y al mismo tiempo crítico en su historia. En este siglo, el pueblo mexicano ha asumido, como nunca, un papel central para decidir su destino.

La consolidación de nuestro orden constitucional ha significado pasos importantes en el eterno anhelo de nuestra nación: el de convertirnos en un país de instituciones, donde todas las mujeres y todos los hombres, sin importar, raza, credo, condición económica, puedan gozar de las mismas libertades e igualdades.

Sin embargo, aún queda un enorme trecho por alcanzar la Nación incluyente, donde seamos capaces de articular y valorar las diferencias que nos definen como individuos, pero nos fortalecen como comunidad.

En este momento crítico, Estado y sociedad mexicana enfrentan retos que exigen seriedad y patriotismo. Para superarlos, debemos abrazar el camino como una oportunidad y no como un peligro.

 Los graves desafíos de nuestro tiempo se alzan en oportunidades para ensanchar nuestras libertades, y cerrar nuestras desigualdades.

 Para afrontar este gran reto, es imperativo un replanteamiento de la función judicial, dejar a un lado esquemas excesivamente tecnificados y por lo mismo poco transparentes, para abrir paso a un modelo incluyente que sea capaz de percibir de manera empática, las necesidades de nuestros justiciables y, a la vez, que comunicar de manera clara el sentido y el alcance de las resoluciones de los y a los ciudadanos a los que se les sirve.

 La legitimidad del Poder Judicial, cuyos miembros no han sido elegidos directamente por el pueblo, deriva necesariamente de su capacidad para generar consensos y aceptación por medio de sus resoluciones.

 Esta dimensión incluyente forma, en mi concepto, la piedra angular de lo que podríamos definir como una política judicial, entendida como el Plan de Acción Institucional que emprenden los tribunales, y especialmente la Suprema Corte, para contribuir al debate nacional e impactar en la vida sociopolítica de la nación.

 El ejercicio de esta función es, probablemente, la dimensión más delicada y sensible de la función judicial, pues sus implicaciones y ramificaciones tienen el potencial para efectuar cambios profundos e irreversibles en la sociedad mexicana.

 En ese sentido, es necesario subrayar que en la política judicial, como la hemos definido, no implica lo que comúnmente suele concebirse bajo el concepto de politización de la Judicatura.

 Aunque es innegable que como depositarios de uno de los tres poderes, los jueces son, en el sentido más amplio de la palabra, actores políticos; y sería un grave error pensar que operan en el desempeño de su función, bajo los mismos incentivos que los integrantes de los otros dos poderes, a diferencia de los funcionarios electos, cuyo compromiso directo es con sus electores.

 El marco de referencia de un juez es necesariamente más amplio y los fundamentos esenciales de su consideración son, en consecuencia, más diversos.

 Estos fundamentos pueden y deben buscarse en una enorme variedad de fuentes.

 La función exige, del nuevo juez, un proceder más reflexivo, más deliberado, pues su deber es contemplar un sinnúmero de perspectivas distintas.

 Esta labor, facilitada entre otras cosas por los recientes avances de las tecnologías de la información, que permite y hasta cierto punto obliga al juez del siglo XXI a comprometerse con un empeño que, por su propia naturaleza, es abiertamente interdisciplinario.

 Señoras y señores:

 Me permito, una vez más, reiterar el honor que representa para mí encontrarme frente a ustedes y formar parte de un proceso de tan enorme importancia para la República.

 Tengo el privilegio de integrar una terna compuesta, además, por dos juristas extraordinarios, cuya trayectoria habla por sí misma. Es por ello que tengo la confianza absoluta, de que sea cual sea su decisión, el resultado de este proceso será un triunfo en el proceso de consolidación de nuestras instituciones republicanas.

 En este sentido, no me queda más que agradecerles su tiempo y su paciencia, esperando que mis palabras el día de hoy, hayan cumplido sus expectativas.

 Muchas gracias, senadoras. Muchas gracias, senadores, por escucharme.